LOS
gallegos de no hace tanto tiempo se geolocalizaban de una forma muy
precisa. Cuando alguien tenía que mostrar su procedencia decía que era
“de la parte” de Santiago, de Vilagarcía, o de Verín. Con eso bastaba y
el interlocutor se hacía una idea de los pagos por los que andaba el
sujeto. No había necesidad de aclarar provincia, ni municipio, ni
partido judicial, ni parroquia. Se pertenecía a una demarcación ambigua
pero suficiente, que sin embargo carecía de reconocimiento legal. Quien
mejor entendió nuestra vaguedad administrativa fue Torrente Ballester,
el mismo que sitúa su Castroforte de Baralla como entidad volante
desprendida de la tierra y capaz de trasladarse a dónde sus vecinos
decidieran.
Hasta que llegó la autonomía ninguno de
los trajes administrativos le sentó bien a Galicia. O era grande o le
quedaba pequeño. Desde los organismos centrales se procuraba establecer
una talla única para así ahorrarse complicaciones pero la realidad se
resistía, y aquí la resistencia era callada y tenaz. Sabían nuestros
abuelos que Galicia no era tal como se cartografiaba en alguna
dependencia de Madrid y entonces surgía, junto a la realidad oficial,
otra profunda y auténtica con referencias brumosas. Ante la vista de
documentos timbrados que atestiguaban que el titular era de tal
provincia y cual municipio, el afectado decía para sí mismo “serei” y
seguía adelante como si nada.
Sufrimos una de las peores influencias de Napoleón
con su manía de organizarlo todo y codificar los más mínimos detalles.
Los afrancesados españoles se contagiaron y el resultado de todo ello
fue la división provincial que resiste hasta hoy y otra municipal que
intenta ser mitigada, con poco éxito, mediante la fusión de concellos y
las áreas metropolitanas. En suma que, si bien la expresión “ser de la
parte de” se ha ido perdiendo, provincias y municipios no dejan de ser
jurisdicciones ortopédicas que funcionan por inercia hasta que llega una
crisis.
En esta ocasión el emperador francés no tiene la culpa, sino una autoridad central que evidencia que entre Galicia y Madrid hay mucho más que seiscientos kilómetros. A esa distancia sideral no se ve una comunidad autónoma sino cuatro provincias y trescientos trece municipios. Mientras sólo tuvieron un valor administrativo, soslayable en la vida cotidiana, las molestias eran menores pero todo cambia cuando se convierten en criterios rígidos para orientar la vuelta a la “normalidad”. Las provincias se solapan. Los municipios se componen de núcleos con una dinámica propia. La Galicia genuina hace estallar las costuras jurisdiccionales, lo cual obliga a rectificar decretos de inspiración jacobina. Hay como una resurrección de la Galicia organizada por los romanos con su flexibilidad característica. Que el puente que une Padrón y Pontecesures sea idea de Roma habla bien claro de que su imperio, el mejor que pasó por el fogar de Breogán, se regía por pautas naturales y no por cuadrículas trazadas por los senadores a orillas del Tíber. Mañana que inauguramos la segunda fase, en ese puente seguirá habiendo una frontera que no separa nada y lo complica todo.
El Correo Gallego